"Se presenta de continuo el
tiempo de abrirse en abanico para servir a más personas, también a quienes no
tienen experiencia de la vida cristiana, o no tienen fe", dice el Prelado
en su carta, con ocasión del 2 de octubre, un nuevo año en la historia del Opus
Dei
Queridísimos: ¡que
Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Mañana celebramos,
con la Iglesia y en la Iglesia, la conmemoración litúrgica de los Santos
Ángeles Custodios, solemnidad en la Prelatura porque —en esa fecha de 1928— la
Trinidad sembró en el alma y en el corazón de nuestro Fundador una semilla
destinada a fructificar en millares y millares de gentes de toda lengua y
nación. En repetidas ocasiones, san Josemaría comentó que siempre resonaban en
su alma las campanas de la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, que hacían
muy actual —hasta su tránsito al Cielo— el deber de hacer el Opus Dei con la
fuerza del año 1928, y luego de 1930. Pido al Señor que cunda en nuestra
conducta esa misma responsabilidad, porque cada una y cada uno es la continuidad.
Una
vez más se ha cumplido la parábola de la pequeña simiente: y hemos de llenarnos
de agradecimiento a Nuestro Señor. Ha pasado el tiempo y el Señor nos ha
confirmado en la fe, concediéndonos tanto y más de lo que veíamos entonces.
Ante esta realidad maravillosa en todo el mundo —realidad que es como un
ejército en orden de batalla para la paz, para el bien, para la alegría, para
la gloria de Dios—; ante esta labor divina de hombres y de mujeres en tan
diferentes situaciones, de seglares y de sacerdotes, con una expansión
encantadora que necesariamente encontrará puntos de aflicción, porque siempre
estamos comenzando; tenemos que bajar la cabeza, amorosamente, dirigirnos a
Dios y darle gracias. Y dirigirnos también a nuestra Madre del Cielo, que ha estado
presente, desde el primer momento, en todo el camino de la Obra[1].
Las consideraciones
de san Josemaría todavía golpean en mi alma. Me acuerdo como si fuese ayer de
estas palabras pronunciadas como una oración llena de amor a Jesucristo
presente en la Eucaristía, en el oratorio de la sede central de la Obra
dedicado a Pentecostés. Nos sirven también ahora, al comenzar este nuevo año
del Opus Dei, y así colmarnos nuevamente de esperanza, porque el Señor, que
promovió la Obra, continúa manteniéndola activa y fecunda con el transcurso de
los años, con tu respuesta y la mía.
Como san Josemaría
en aquel aniversario de 1962, también hoy nos asombramos ante lo que vemos ya
realizado en esta partecica de la
Iglesia: la Obra. Es Él quien pone el incremento, haciendo realidad una vez más
—como ha sucedido con frecuencia en la historia de la Iglesia— la parábola del
grano de mostaza: la más pequeña de todas
las semillas, pero cuando ha crecido es la mayor de las hortalizas, y llega a
hacerse como un árbol, hasta el punto de que las aves del cielo acuden a anidar
en sus ramas[2].
Lo mismo que en
1928, ahora y siempre resulta evidente la desproporción entre los medios y los
frutos que Dios suscita. Su poder salvífico no ha disminuido, pero espera de
cada una y de cada uno de nosotros, así como de las personas que se cobijan a
la sombra de este árbol frondoso, una correspondencia generosa, la mayor de la
que seamos capaces, con su ayuda.
Nace en nuestra alma
la alabanza y el agradecimiento a Dios. ¡Gracias,
Señor! Porque esta hornada de pan maravillosa está difundiendo ya el buen
olor de Cristo (2 Cor 2, 15) en el mundo entero: gracias por
estos miles de almas que están glorificando a Dios en toda la tierra. Porque
todos son tuyos[3].
Gratitud completa a
Dios que, a pesar de las variadas dificultades, jamás nos abandona. ¡Siempre
está con nosotros! Por eso, cuando se presentan, hemos de sonreír en medio de la dureza de algunas circunstancias,
repitiendo al Señor: gratias tibi, Deus, gratias tibi![4].
San Josemaría, en el fondo de su alma, escuchó un día: si Deus nobiscum, quis contra nos?[5];
si Dios está con nosotros, ni el ambiente secularizado e incluso agresivo, ni
la falta de medios materiales o de salud, ni la precariedad del empleo en
muchos lugares, ni las complicaciones familiares o externas al hogar, ¡nada!,
han de hacer mella en nosotros.
Estos tiempos no se
presentan peores a los anteriores. Lo advertía san Agustín: «¿Por qué, pues,
has de pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor que los actuales? Desde el
primer Adán hasta el Adán de hoy, ésta es la perspectiva humana: trabajo y
sudor, espinas y cardos»[6].
El 2 de octubre
resulta también muy adecuado para ver si individualmente nos conducimos como el
instrumento que Dios espera que seamos. Asimilemos en nuestra alma la oración
personal de san Josemaría en la fecha que conmemoramos: cuando me desperté esta mañana, pensé que querríais que os dijera unas
palabras y debí ponerme colorado, porque me sentí abochornado. Entonces, yendo
mi corazón a Dios, viendo que queda tanto por hacer, y pensando también en
vosotros, estaba persuadido de que yo no daba todo lo que debo a la Obra. Él,
sí; Dios, sí[7].
A pesar de la buena
voluntad, que gracias a Dios no nos falta, supliquemos perdón por las faltas
concretas de correspondencia ante los dones divinos: es decir, nuestra poca
generosidad en ocasiones, nuestros errores personales que pueden desedificar a
quienes se hallan cerca. Hagámoslo con una contrición alegre, que no nos ha de
quitar la paz. Porque así como los
hombres escribimos con la pluma, el Señor escribe con la pata de la mesa, para
que se vea que es Él el que escribe: eso es lo increíble, eso es lo maravilloso[8].
El Papa insiste en
que todos los cristianos hemos de iluminar con la fe las situaciones y personas
con las que nos encontramos en nuestra senda; sintámonos llamados —en este
nuevo año de la Obra— a «anunciar el
Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las ocasiones, sin demoras»,
porque «la alegría del Evangelio es
para todo el pueblo, no puede excluir a nadie»[9].
Son el eco de unas palabras de Cristo, que ardían en el alma de nuestro
Fundador desde que comenzó a notar los barruntos de la llamada divina, diez o
doce años antes de 1928. Ignem veni mittere in terram et quid volo nisi ut
accendatur? (Lc 12, 49); he venido a poner fuego a la
tierra, ¿y qué quiero sino que arda? Y la contestación: ecce ego quia
vocasti me! (1 Sam 3, 8), aquí estoy, porque me has llamado.
¿Se lo volvemos a decir ahora, todos, a nuestro Dios?[10].
El 2 de octubre
constituye una llamada que resuena en cada uno de nosotros con el
convencimiento de la misión que el Señor nos ha encargado: estamos en el mundo
para hacer la Obra como parte de la misión de la Iglesia. Por eso, nos sabemos
—allí donde estamos— en la primera línea de la evangelización.
Se presenta de
continuo el tiempo de abrirse en abanico
para servir a más personas, también a quienes no tienen experiencia de la vida
cristiana, o no tienen fe, o habitualmente no la ponen en práctica. Nos
esperan, y esperan que les transmitamos nuestro gozo de haber encontrado a
Jesucristo.
Cultivemos una
profunda y real conciencia de ser anunciadores de la alegría del Evangelio en
el propio ambiente y en todo momento; mujeres y hombres capaces de entablar
amistad con todos —serviciales, llenos de disponibilidad, de amabilidad, de
generosidad—, que no se limitan a unas meras gestiones apostólicas, sino que
tratan de comportarse como apóstoles en todo tiempo y circunstancia. Y esto,
hijos míos, presenta muchas manifestaciones concretas: tomarse muy en serio las
implicaciones prácticas de la santificación del trabajo (justicia, caridad,
humildad, interés por los demás, tono positivo, etc.); conducirnos como
personas que unen, que colaboran, capaces de aprender lo bueno que cada uno
puede aportar a la sociedad.
Lograremos mantener
vivo este sentido de misión si cultivamos una profunda piedad y si fundamos
nuestra acción en los medios sobrenaturales, en la contemplación de Cristo.
Transmitir el mensaje evangélico es un bien que humaniza y ofrece respuesta a
los deseos de felicidad de todos, cristianos y no cristianos. A veces será
oportuno advertirles con cariño de algún aspecto en su comportamiento externo,
en el que mejorar: ¡la corrección fraterna que recomienda Jesucristo en el
Evangelio! Os hablé por extenso de este punto en la carta que escribí al
comienzo del Año jubilar; por eso no me detengo más en este tema. Sólo deseo
mencionaros que, siguiendo el buen criterio de nuestro Fundador, hemos de
ejercitar esta obra de misericordia con prudencia, con serenidad, con humildad,
conscientes de que todos precisamos de este auxilio tan humano y tan
sobrenatural.
Termino pidiendo,
como siempre, oraciones por el Santo Padre; en concreto, por el viaje a Georgia
y a Azerbaiyán que está realizando en estos momentos, y por el que le llevará a
Suecia a final de mes. Los dos se sitúan en el marco de la acción ecuménica del
Papa, tras los pasos de sus predecesores.
Muy unidos a mis
intenciones, rezad también por los 31 fieles de la Prelatura a quienes ordenaré
diáconos el próximo día 29, y por todos los ministros sagrados de la Iglesia.
Con serenidad, y
todavía con pena honda, os invito a recordar a las hijas mías que han fallecido
en México por el accidente de tráfico. La pena se mantiene porque formamos una
familia unida; la serenidad proviene también de la reacción unánime de
plegarias que ha habido en todo el mundo. Roguemos al Señor que les conceda un
Cielo muy grande, a la medida de la Misericordia divina.
Con todo cariño, os
bendice
vuestro
Padre
+
Javier
Roma, 1 de octubre
de 2016.
[1] San Josemaría, Meditación,
2-X-1962 (AGP, biblioteca, P09, p. 57).
[2] Mt 13, 32.
[3] San Josemaría, Meditación,
2-X-1962 (AGP, biblioteca, P09, p. 59).
[4] Ibid, p. 57.
[5] Cfr. Rm 8, 31.
[6] San Agustín, Sermón
Caillau-Saint Yves 2, 92 (PLS 2, 441-442, cit. en Liturgia horarum, segunda lectura del miércoles de la XX semana del
Tiempo ordinario).
[7] San Josemaría, Meditación,
2-X-1962 (AGP, biblioteca, P09, p. 60).
[8] Ibid., p. 59.
[9] Papa Francisco, Exhort. apost. Evangelii gaudium, 24-XI-2013, n. 23.