Un “retrato mariano” de san Josemaría, publicado por
don Javier Echevarría en 1978
Este artículo, con el título “El amor a María
Santísima en las enseñanzas de Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer”,
fue publicado en Palabra, num. 156-157, (1978), pp. 341-345, y en la colección
de “Folletos MC”, n. 19, Madrid 1978. Cuando el autor escribe “el Padre”, se
refiere a san Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei, que había fallecido tres años antes. Por
fidelidad al original, se han mantenido así esas referencias.
Necesariamente, por la brevedad del espacio, he de
conformarme con esbozar el tema. Confío en que Nuestra Señora, a quien tan
apasionadamente amó Mons. Escrivá de Balaguer, y en que este sacerdote de Dios,
a quien con tanto desvelo cuidó Santa María, despierten en el alma de todos
ansias más ardientes de llevar en lo sucesivo una vida más mariana.
La eficacia de un alma fiel
En estos días pasados, leía una vez más aquellas
palabras del Apóstol a los de Corinto: conozco un hombre que cree en
Jesucristo[1], y con rapidez inmediata mi pensamiento ha volado a
la figura del Fundador del Opus Dei. Me ha parecido, además de lógica, una
reacción natural, que no he querido atenuar y que he agradecido al Señor.
Me he acordado entonces de aquel consejo que, para
adentrarnos en los caminos que conducen hasta el Señor, con tanta frecuencia
nos repetía, porque deseaba que conociéramos siempre más íntimamente a nuestro
Dios. Le gustaba que los cristianos, los hijos de Dios, aprendiéramos a
participar muy directamente en las escenas evangélicas, fijándonos
detenidamente en el Maestro, de una parte, para asimilar a fondo sus
enseñanzas; y de otra, contemplando las reacciones de aquellos que eran amigos
del Dios hecho Hombre o simples espectadores, para tratarle con aquel afecto
que arrancaba los derroches de la misericordia divina.
Y me ha venido también a la cabeza,
en una concatenación de ideas, aquel interés del Padre, tan intenso, por imaginarse
cómo sería la mirada del Señor, cómo sonaría el tono de su voz, qué franca y
contagiosa se abriría su sonrisa, qué amables se plasmarían los gestos de su
rostro... Por eso, he considerado que, con la buena lógica de ese mismo
consejo, un atajo claro, para llegar a Dios, se nos dibuja con la conducta de
este sacerdote tan amigo del Creador, tan íntimo del Salvador. Y me atrevo a
sugerir que meditar con profundidad su vida, que sólo sabe de Dios, nos
acercará a pasos agigantados a la vida de la gracia.
No pretendo hacer afirmaciones
generales, como si por mi condición filial hubiera de dejar escrito que el
Padre supo coronar acabadamente bien su tarea. No le hacen falta panegíricos de
ningún estilo, porque ya goza íntimamente de Dios y ese tesoro es lo que
buscaba. Y tampoco los que somos sus hijos, apoyados en sonidos huecos,
podríamos continuar en la tierra la Obra que nuestro Fundador comenzó: la
Trinidad Beatísima y la humanidad entera esperan, como sucedió en el camino del
Padre, afirmaciones hechas realidad, con fe, con esperanza, con caridad, con
piedad, con doctrina; afirmaciones hechas realidad en las circunstancias
cotidianas, en las propias del hombre corriente, de la mujer de hoy. Se
equivocaría quien viera en estas consideraciones una postura presuntuosa,
porque de todos esperan el Cielo y la tierra una conducta
coherente a su misión personal.
De poco serviría también que me
limitara a decir, en estos párrafos, que el Padre recorrió con paso divino su
peregrinación terrena. Si aquí abajo no apeteció glorias humanas, más le sobran
−y no es repetición− allá en el Cielo elogios que ya nada añaden a su cercanía,
tan próxima, a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo, en unión con la
Virgen Santísima, con San José y con toda la corte celestial. Sí, el Padre
gastó heroicamente sus jornadas, una a una, minuto a minuto, luchando, peleando
tenazmente, también contra sí mismo, es decir, amando sin cansancio la
amabilísima y justísima Voluntad de Dios para su existencia concreta, aunque en
ocasiones el cuerpo se rindiera o se doblara por la fatiga.
Durante los años en los que, por bondad del Señor,
pude convivir con el Padre, al contemplar sus respuestas tan enterizamente
cristianas ante las situaciones más dispares en las que el Señor le ponía, con
frecuencia he deseado −para las almas todas y para mí− creer como creía el
Padre, esperar como esperaba el Padre, amar como amaba el Padre. Y esta
petición continúa siendo válida, ahora con nuevos acentos, porque su conducta
se ha convertido en ejemplo seguro, y porque su celo sacerdotal −su sacerdocio
eterno− se ha vuelto caudal abundantísimo de gracias. Continúa siendo válida,
quizá con una pequeña modificación: que amemos como ama actualmente el Padre,
para que sepamos creer y esperar en Dios, suceda lo que suceda, sin desalientos
ni cobardías.
Realmente, este ruego no es más que un eco del clamor
que, en los cinco Continentes, se alza al Cielo, entonado por personas de todos
los ambientes, que se acogen a la intercesión de este sacerdote al que consideran
santo.
Con fidelidad mariana
Muy alta fue la mira que el Padre se impuso: llegar
aquí a una intimidad estrecha con el Señor, en medio de los quehaceres
habituales, para gozarle después eternamente. Y, en su esfuerzo de
santificación cotidiana, destaca con relieve un rasgo que viene a ser como la
pauta, como la regla de oro de su caminar: su devoción a María Santísima.
Tengo encuadrado el arco de vida del Padre que yo
conocí, entre dos sucesos marcados por su contenido mariano. La misma tarde que
le saludé como hijo suyo, pude acompañarle hasta un centro de retiros
espirituales −Molinoviejo−, en fase de primera construcción; ocurría esto en
noviembre de 1948. Aparte de otros muchos detalles, en los que se palpaba la
dimensión sobrenatural con que siempre se movía, nos llamó poderosamente la
atención que, al entrar en el oratorio −ocupado entonces por pintores, otros
socios del Opus Dei−, se dirigió como más aprisa hacia el presbiterio, para
mirar con un saludo a la imagen de Nuestra Madre, recién pintada en el retablo.
A continuación, mientras hacía sugerencias a los artistas, alababa su trabajo,
y nos animaba a soñar con los miles de almas que allí se encontrarían con
Dios..., se acercó a la sillería y, con el tono de quien lanza el piropo más
limpio y más sentido, fue leyendo las distintas alabanzas que a Nuestra Señora
se le dedican, grabadas con adornos en los respaldos de los asientos corridos.
Sin percatarnos cómo, pienso que cada uno de los presentes se iba uniendo
interiormente a aquel diálogo encendido, entre el hijo agradecido y la Madre
más generosa. Así discurrió siempre el modo de actuar del Padre: enseñar,
haciendo; y enseñar, cogido fuertemente de la mano de Santa María.
La última vez que le vi en vida, pocos segundos antes
de dejarnos en la mañana del 26 de junio de 1975, puso con ternura su mirada en
la imagen de la Virgen de Guadalupe, ¡en Ella!, que ya le esperaba impaciente,
para acompañarle en el paso que separa la tierra del Cielo: de la mano de
Nuestra Señora entró el Padre en la morada eterna, para recibir de Dios ese
abrazo interminable que con tanto ardor deseó desde su adolescencia. Santa
María se ocupó de hacerle realidad, a partir de entonces con nuevas y
definitivas características, la jaculatoria que, para descubrir la Voluntad
divina, se compuso el Fundador del Opus Dei: Domina, ut videam! Desde
ese mediodía romano, Nuestra Madre abrió la mirada, para siempre, a quien tan
incansablemente esperó ver el rostro de Dios.
El atajo que lleva a Dios
Con la seguridad más absoluta de que el itinerario
mariano del Padre encierra una intensidad de vida, extraordinariamente superior
a lo que pueda imaginarme con la más ¡limitada fantasía, sólo con lo que he
presenciado, y contando para mí como principio aquel viaje por Castilla, he comprobado
que se cumplía a la letra aquella aseveración que escribió: «el principio del
camino, que tiene por final la completa locura por Jesús, es un confiado amor
hacia María Santísima»[2].
En más de una ocasión, al hablarnos de la Providencia
de Dios, hemos escuchado del Padre una consideración muy fascinante; le gustaba
saborear que todo lo divino, cuando se refiere directamente a las criaturas, se
hace muy humano. Y se fijaba en que, siendo enteramente sobrenatural el amor de
Santa María para Nuestro Señor, no cabía imaginarse un amor más humano que el
que Ella albergó en su corazón. María, al participar en el misterio de la
Encarnación por aquel fiat!, que se prolongó a lo largo de su
estancia en la tierra, dedica a Dios su cuerpo, sus sentidos y potencias, todo
su ser. Y la segunda Persona de la Trinidad se encarna, valiéndose de la
respuesta sobrenatural y humana de la Virgen, también para damos a entender
que, cuanto más sobrenaturales seamos, más capacidad tendremos de acercarnos a
todas las criaturas.
Ante el panorama inmenso que nos ha
abierto la fidelidad de Santa María, el Padre rechazó la posibilidad de una
vida desamorada, árida, esclava del pobre egoísmo inútil. Tampoco la deseó para
los demás, y se afanó continuamente con el fin de contagiarles su inagotable
descubrimiento de felicidad y de amor, encaminándoles por la senda de la
alegría de vivir, pero de un vivir en cristiano, en gracia de Dios. De esta
ambición apostólica brotaba su empeño por enseñar a cuantos le rodeaban el
sendero seguro, siempre practicable, para ir y volver al Señor: el trato con
María. La Virgen, Madre del Señor y Madre nuestra, comentaba de modo gráfico,
es el atajo para llegar a Dios.
En cada jornada
Con qué ilusión diaria recorría el Padre personalmente
ese trayecto. Apenas comenzaba su mañana, después de un serviam! rendido
a la Trinidad, le hemos visto coger cuidadosamente una imagen de la Virgen, que
tenía junto a la cabecera de su cama, y en sus manos −con un beso de devoción−
daba ya su primer paso, se podía decir que coincidía con su primer paso físico,
porque luego se adelantaba para dejar en su sitio la imagen. A continuación, en
cauce sereno, recordando oraciones aprendidas de sus padres, renovaba para
aquel día el ofrecimiento de todo su ser y de todo su quehacer, aceptando lo
que el Señor dispusiera.
¿Cómo era su devoción a la Virgen, expresada sin
interrupción, contando con Ella para todo ya desde el punto de la mañana?
Tierna y recia, honda y sincera, alegre y serena, entusiasmada y piadosa, cada
vez con más renovado amor de enamorado apasionado. No era posible oírle hablar
de la Madre de Dios sin quedarse removidos o, al menos, convencidos de que la
amaba con locura. En sus palabras se unían una piedad filial, que desarmaba
toda resistencia, y una sabiduría teológica, que atraía por la fuerza
convincente de su luz.
La conducta del Padre fue siempre humana,
entrañablemente humana, porque todas sus acciones brotaban de una
superabundancia de unión con Dios, al amparo de Santa María. Había calado hasta
su raíz más profunda que la Virgen Santísima, «la obra maestra de Dios»[3], es la criatura que más ha tratado a la Trinidad, con
un trato que dispuso su corazón para ser Madre de toda la humanidad, y para
ocuparse de cada uno como, si sólo cada uno de nosotros existiera para Ella.
Muy grabado tuvo el Padre en su alma y en su inteligencia que, para reaccionar
con el debido sentido cristiano, en esta tierra no cabe encontrar mejor Maestra
que María, ni nadie más dispuesto a enseñarnos que Ella, y aprovechó al máximo
las lecciones de tan segura escuela.
Transmitía luego este razonamiento a los demás con la
fuerza de su propia conducta, es decir, aconsejaba este itinerario mariano a
todos −a sus hijas, a sus hijos, a cuantos se le acercaban− con la convicción
de quien lo tiene bien experimentado. Para llegar a formar en nosotros
ese alter Christus, el ipse Christus, que cada uno ha
de ser, solía el Padre, en su trabajo, en sus traslados de un lugar a otro, en
sus oraciones vocales, en su conversación habitual..., siempre, buscar el
recurso mariano −quizá con una mirada a una imagen−, y pensaba cómo se
comportaría Ella en esa ocupación concreta: «hazlo», nos ha repetido con
incansable machaconería, «y comprobarás que con la Virgen hasta lo difícil se
vuelve fácil, y lo que parece monótono adquiere un relieve distinto y atractivo».
Tenía en la mesa donde trabajaba una tabla pequeña con una Dolorosa. No se
recataba en besarla piadosamente muchas veces, también cuando el peso de la
fatiga se hacía sentir, y luego recogía de nuevo su atención sobre los papeles,
que salían de sus manos con la seguridad de que Ella había presidido su estudio
y de que el Señor había dirigido su decisión.
Predicaba con la palabra y con los hechos −más con los
hechos que con la palabra, y eso que habló siempre y mucho de Dios−, lo que
escribió tiempo atrás: «Me gusta volver con la imaginación a aquellos años en
los que Jesús permaneció junto a su Madre, que abarcan casi toda la vida de
Nuestro Señor en este mundo. (...). Con cuánta ternura y con cuánta delicadeza
María y el Santo Patriarca se preocuparían de Jesús (...). Por eso la Madre −y,
después de Ella, José− conoce como nadie los sentimientos del Corazón de
Cristo, y los dos son el camino mejor, afirmaría que el único, para llegar al
Salvador»[4]
María nos atiende y nos entiende
Muy difícil de describir resulta,
para dar una idea exacta, la seguridad con que el Fundador del Opus Dei se
abandonaba en Santa María. Aquella oración confiada, que le dejó enteramente
inmóvil ante la Guadalupana, hincado de rodillas durante largo espacio de
tiempo, no es más que una pincelada. Y cuando después le preguntaban sus
impresiones sobre el Nuevo Continente, contestaba en seguida, sin vacilar un
momento, que había cruzado el charco sólo por ver a Ella, y
para aprender de las gentes que allí la veneraban.
No me cabe la menor duda de que esa confianza, con que
el Padre invocó perseverantemente a la Virgen, brotaba de la persuasión más
absoluta de que su vida entera interesaba a María, y nada mueve tanto a las
criaturas a amar −así nos ha creado el Señor, con este orden− como la certeza
de saberse amadas.
María, que en su limitación humana ha abarcado con su
amor a la Trinidad, es una Madre que vuelca su cariño en nosotros. Por eso el
Padre gozaba repasando, meditando, cantando y predicando las características de
ese amor maternal: que no tiene en cuenta nuestros desafectos, en cuanto
acudimos a Ella; que perdona por adelantado; que no nos considera egoístas, aun
cuando la busquemos sobre todo en las dificultades; que nos entrega a su Hijo,
para que nos acerquemos de una vez a la verdadera felicidad.
Nunca se borrará de nuestra memoria la expresión tan
encendida del rostro del Padre, cuando un amigo quiso conocer cómo se veneraba
a la Virgen en el Opus Dei. Se volvió a los que le acompañábamos, y nos
preguntó: «¿Cuántas imágenes de Nuestra Madre hemos puesto por el mundo?» No
nos dio tiempo a responder, porque se contestó el mismo Padre. Pero más que el
número −muy grande, desde luego−, era importante y representativo el júbilo de
su alma que le subió a la faz, pensando que tantos hijos de María Santísima, en
los más distintos países, la invocaban como Madre, con la persuasión y la
prueba de ser escuchados.
Que la Virgen Santísima nos oye, es
una realidad que Mons. Escrivá de Balaguer exponía con todo el vigor de su fe
operativa: porque desde que era muy pequeño −y luego, durante todos sus años−,
se fió de Ella con entera confianza, creyó y se abandonó a su protección como
creen y se abandonan los niños en brazos de su madre, y la Virgen siempre llenó
su corazón saturándolo con creces, como sólo Ella sabe dar.
A lo largo de su ministerio
sacerdotal, las enseñanzas del Padre sobre la Madre de Dios reflejaban una sabiduría,
fruto de su contemplación rebosante de piedad y producto de un amor sin
cortapisas. Es verdad que se necesita un conocimiento previo para poder amar, y
que ese conocimiento despierta el amor; pero, después, la verdadera sabiduría,
la que llega a profundidades insospechadas, nace del querer intenso y extenso
de la voluntad, que busca más, que indaga más y en toda circunstancia, para
amar decididamente siempre y a toda hora.
Viene ahora a mi memoria el día de la proclamación,
del Dogma de la Asunción: ¡con qué fervor esperó el Padre ese reconocimiento
solemne! En Roma, lejos materialmente del bullicio de la plaza de San Pedro,
muy recogido en oración, oyó con suma piedad y atención, meditó y agradeció las
palabras del Papa mientras promulgaba la nueva Verdad de fe. Con la alegría de
saber que Ella está en Cuerpo y Alma en los Cielos, se hacía aún más honda en
su mente la convicción de que María no es una criatura excelsa que ya pasó, ni
tampoco una figura histórica que nos ha dejado una estela luminosa o un
recuerdo magnífico: la Virgen vive, con su Cuerpo y con su Alma, y con todas
aquellas delicadezas −auténticas virtudes− que cultivó para cuidar al Dios
encarnado; con aquella participación total −siempre actual− en la Redención que
nos salva; con el poder sobre Cielos y tierra que le fue concedido por Dios.
Con todo este bagaje de riqueza infinita Ella se ocupa ahora de nosotros. Todos
los privilegios de María enamoraban al Padre, y le colmó de más gozo esa
definición pontificia de la Asunción a los Cielos, porque siempre consideró y
trató a la Virgen como a una Madre llena de vida y de amor, de la Vida y del
Amor de Dios que nunca perecen.
En la conducta del Padre, la certeza
de que María nos atiende era una constante afirmación, que se manifestaba como
algo connatural. Por la confianza y por la espontaneidad con que le hablaba, se
veía −entraba por los ojos− que existía un diálogo permanente; y a los que
estábamos a su alrededor acababa por parecernos lógico el recurso inmediato del
Padre a la Virgen, y consecuente la paz inalterable que guardaba en su
comportamiento. A diario le hemos escuchado el rezo de muchas Avemarías, que de
sus labios sonaban muy distintas: el énfasis familiar y pausado con que
pronunciaba cada frase, y concretamente el ahora, nos traía a la
mente la demostración palpable de que aquellas palabras eran la prolongación,
en voz alta, de una conversación que nunca cesaba.
Pienso también que, cuando nos
invitó a recordar, en tierra mejicana, el primer encuentro consciente con
nuestra Madre del Cielo, aclarándonos que tenía perfectamente claro en la
cabeza aquel instante de su infancia, se produjo una doble reacción en quienes
le oíamos: de sorpresa, y de completo entendimiento. De sorpresa, porque
ampliábamos el conocimiento de esa intimidad envidiable, que tanto bien nos
causaba en el alma; de ninguna extrañeza, porque estábamos acostumbrados a
meditar que el comienzo de un verdadero amor no se puede olvidar. Muy confiada
debió ser ya esa primera petición del Padre, y su invitación no buscaba más que
provocar en nosotros una confianza mayor en Santa María.
La verdadera paz en esta tierra
El Fundador del Opus Dei gastó su
vida entera en mover las almas al amor de Dios. Desde muy joven, conocía los
ardientes incendios que el cariño y la devoción a Nuestra Señora habían
provocado en su corazón y en el de otros muchos. Por eso, con machaconería
siempre nueva y con completa seguridad, recomendaba una y otra vez aquel
consejo que una mañana el Espíritu Santo le descubrió, cuando daba gracias
después de haber recibido al Señor: para llegar a la locura del amor de Dios,
lo mejor es comenzar por un confiado amor a Santa María.
Me imagino al Padre, en aquella
acción de gracias, urgido por sus ansias de amor, con inquietud serena y
alborozada, porque las palabras, los gestos, todo lo de aquí abajo resulta
insuficiente para mostrarse agradecidos al Dios que se nos entrega. Y, en medio
de ese dolor de amor, a causa de la poquedad humana, percibiría la dulce ayuda
de la Virgen Inmaculada, que se ocupaba de presentar a Dios Padre, a Dios Hijo,
a Dios Espíritu Santo, lo que las criaturas, aun queriendo, no somos capaces de
expresar.
Seamos cuerdos −recobremos la
cordura cristiana, si la hemos perdido−, y no nos cansemos vanamente,
consumiendo nuestras fuerzas en una jadeante carrera para alcanzar tan sólo
alegrías caducas, cuando se nos ofrece la intimidad con Dios, en medio de los
quehaceres cotidianos, es decir, en medio de esas mismas ocupaciones que la
Virgen santificó, porque era su hogar el propio de una familia corriente. Así,
con esa decisión de imitarla, saborearemos con anticipación el Cielo en la
tierra.
Si echamos una mirada al mundo,
comprobaremos que la humanidad avanza en esta época, con cierta frecuencia,
desasosegada, con un esfuerzo agotador, en pos de lo que vale poco y apenas
dura, olvidando lo verdaderamente valioso. Nos conviene detenernos en un parón
responsable, para remontarnos de las cosas de la tierra hasta el Amor que sacia
sin saciar, como ha conseguido el Padre fijándose precisamente en Santa María.
No podemos olvidar que el Señor vino
a la tierra para cumplir toda justicia[5]: para restaurar el orden que la criatura había
despreciado y deshecho −y que se obstina aún en despreciar−; para llenar este
mundo de un Amor que no tenía, y que se empeña en desconocer. Pero, sobre todo,
no olvidemos que Él desea que sus hijos de todas las horas, los cristianos
−nosotros−, continuemos alimentando en nuestro tiempo esa hoguera que cauterizó
las heridas del universo.
María, escogida por gracia
especialísima para traernos a ese Jesús instaurador del nuevo orden, aportó en
su totalidad lo que estaba en sus manos: la humildad, virtud que facilita desde
la raíz el cumplimiento eficaz de toda justicia. Fue tan grande el abajamiento
de la Virgen que, además de secundar la Voluntad divina sin oponerse ni en un
ápice tan siquiera, le ha valido la alabanza de las generaciones por los siglos
de los siglos. Diariamente repasó el Padre esta lección soberana de María −que
Ella vivió segundo a segundo−, y le causó un impacto imborrable, hasta escoger
como norma el ocultarse y desaparecer, y así, a través de la vida del Padre,
con el nuevo y viejo sabor del Evangelio, se prolongó a otra generación el
fuego de inextinguible felicidad que Jesucristo, por María, comunicó a la
tierra muerta y apagada.
Diariamente miraba el Padre a Santa
María, y no se cansó de insistir a sus hijas y a sus hijos, a todos los que
acudían a su consejo, en que pusiésemos los ojos en Ella, de modo que su
presencia fuera constante y patente en nuestra jornada; porque con Ella, al
poseer al Señor, infinita fuente de paz y de alegría, nos ocuparíamos de que
sólo Dios se luciera y de que las almas −también la nuestra− se acercaran a
esta paz, que el mundo no puede dar.
Con la audacia del amor
«Si en algo quiero que me imitéis,
es en mi amor a la Señora». Fue ésta la única excepción en la que el Padre se
ponía como ejemplo. Bastaba un poco de conversación con el Fundador del Opus
Dei, para comprender que ese comentario nacía, como una consecuencia lógica, de
su experiencia para meterse en Dios. Sin el amor divino, cuando no estamos con
Dios, los hombres −todos, aunque tantos no quieran reconocerlo− nos encontramos
desgarrados, inquietos, infelices y, solos, no sabemos salir del límite
reducido de nuestra miseria: «Antes, solo, no podías... −Ahora, has acudido a
la Señora, y, con Ella, ¡qué, fácil![6] Confía. −Vuelve. −Invoca a la Señora y serás
fiel»[7].
Mons. Escrivá
de Balaguer era muy agradecido, y nunca olvidó cuánto le debía a la Virgen. En
el año 1970 (en México), mientras hacía una novena a Nuestra Madre de
Guadalupe, pidiendo por la Iglesia Santa, por el Romano Pontífice, por la
Jerarquía, por las almas todas, le ofreció dedicarle un mosaico de la imagen
Guadalupana en el Santuario de Torreciudad, que se había de colocar en una
capilla de los confesonarios. Tenía grandes sueños de amor, y estaba persuadido
de que con la ayuda de la Virgen −«la Omnipotencia suplicante»− se alcanzaba
todo. «Este es el propósito», le decía a Nuestra Madre: «un mosaico en
Torreciudad, ¡un buen mosaico!, para que dure perenne a través de los siglos,
con esa imagen tuya, ¡tan hermosa! Este mes de mayo, que vivimos ahora,
resplandecerá siempre. Te ofrezco un futuro de amor, con muchas almas. Yo −que
no soy nada, que solo no puedo nada− me atrevo a ofrecerte muchas almas,
oleadas de almas, en todo el mundo y en todos los tiempos, decididas a
entregarse a tu Hijo, y al servicio de los demás, para llevarlos a Él»[8]. El 28 de junio de 1977, Don Álvaro del Portillo,
sucesor de Mons. Escrivá de Balaguer, acudía a Torreciudad para cumplir, con el
mismo fervor mariano heredado del Padre, esta manda del
Fundador del Opus Dei. Allí luce ya el mosaico de la Virgen de Guadalupe, en
una de las capillas de confesonarios donde, a diario, la Señora multiplica los
milagros invisibles que se operan en los penitentes.
Dios colma siempre estos sueños de
amor agradecido, que nuestra Madre presenta como realidad al Señor. Como fruto
del ejemplo y de las enseñanzas de Mons. Escrivá de Balaguer se elevan en el
mundo −y aumentarán con progresión divina− millones de actos de amor a la
Virgen, que sigue acercando a sus hijos a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios
Espíritu Santo.
Yo me atrevo a sugerir al lector que
pida a Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra, que ponga en las almas de
todos esos sueños de amor que llenaron el corazón de Mons. Escrivá de Balaguer;
y añadiría aún: que esa petición sea más intensa cuando se refiera a los
sacerdotes, para que sólo sepamos hablar de Dios, aleccionados constantemente
por el ejemplo de María.
El próximo mes de octubre, dentro de
poco, cumple el Opus Dei el 50º aniversario de su fundación. Han sido cincuenta
años recorridos bajo la protección de la Santísima Virgen. Por eso, el modo con
el que ha querido Don Álvaro del
Portillo que se celebre
este aniversario, ha consistido en pedir a todas sus hijas e hijos que lo vivan
como un año mariano. Un año para agradecer a Nuestra Señora tanto amparo y tan
continuo auxilio, que seguirá protegiendo la labor, porque a Ella se dirige
−con la misma devoción de nuestro Fundador− la piedad de quien ahora gobierna
la Obra.
Javier Echevarría fue
Prelado del Opus Dei. Falleció el 12.XII.2016.
Fuente: opusdei.es.
www.almudi.org
[1] 2 Cor 12, 2.
[2] J. Escrivá de Balaguer, Santo Rosario,
prólogo (Rialp, Madrid 1973), p. 12.
[3] J. Escrivá de Balaguer, Amigos de Dios (Rialp,
Madrid 1977), n. 292.
[4] Ibid., n. 281.
[5] Cfr. Mt 3, 15.
[6] J. Escrivá de Balaguer, Camino, n.
513.
[7] Ibid., n. 514.
[8] J. Escrivá de Balaguer, México, 1970.
Opus Dei, Vigo