Encender [en los jóvenes]
el fuego de Cristo… Esto sí, esto lo siento yo: para esto, tengo vocación. Así escribía san Josemaría sobre su deseo de acercar
a los jóvenes al Señor. Sobre ese empeño, que puede servir de inspiración,
trata este artículo
22 de Noviembre de 2018
Ya en uno de
sus primeros documentos señalaba que los jóvenes nos llaman a despertar
y acrecentar la esperanza, porque llevan en sí las nuevas tendencias de la
humanidad y nos abren al futuro, de manera que no nos quedemos anclados en la
nostalgia de estructuras y costumbres que ya no son cauces de vida en el mundo
actual[3].
La juventud siempre porta consigo cosas nuevas. Y, con ello, esperanza. Estas
palabras –novedad, esperanza– traen a la mente algunos detalles de las
actividades de san Josemaría cuando era un joven sacerdote. No llegaba siquiera
a los treinta años, pero ya había recibido una luz de Dios que le impulsaba a
hacer el Opus Dei. No tenía nada. Solo un fuego que le quemaba interiormente,
que buscaba expandirse en quienes le rodeaban. Y tenía también la convicción de
que para ello no le faltaría la ayuda de Dios. Ignem veni mittere in
terram (Lc. 12, 49), repetía continuamente durante aquellos años: He
venido a traer fuego[4].
El color de la
esperanza
Los años
treinta eran tiempos difíciles en Madrid. Eran tiempos de persecución
religiosa. No era infrecuente el insulto en la calle a los sacerdotes ni los
intentos por eliminar cualquier manifestación pública del catolicismo. San
Josemaría veía que, entonces, una de sus prioridades era encender la luz de
Cristo en gente joven; en personas que pudieran ser el futuro de la Iglesia y
también de la institución que Dios le había llamado a fundar. Estaba dando
vueltas a cómo organizar un grupo con universitarios, bajo qué nombre reunirse,
qué tipo de asociación se podría formar. De manera simbólica, se le venía una
imagen a la mente: una cruz verde. Lo explicaba don Álvaro al leer los apuntes
de nuestro Padre de aquella época: Cruz,
porque se le ocurrió el día de la Santa Cruz, y también porque pensaba en la
cruz de San Pedro; y verde, el color de la esperanza, porque la juventud es la
esperanza de la Iglesia, de la Obra[5].
No existía
todavía ningún grupo de jóvenes, estaba solo la ilusión de mover a mucha gente
para que se dejase encontrar por Jesús, pero san Josemaría ya rezaba por ellos.
Y desde el principio decidió pedir ayuda para esta tarea a la Virgen María,
bajo una advocación concreta: la de Nuestra Señora de la Esperanza[6].
Transcurrieron
cerca de seis meses, hasta que el sábado 21 de enero de 1933 tuvieron una
primera reunión, en un asilo en el que san Josemaría habitualmente enseñaba el
catecismo y confesaba a niños abandonados. Ese día acudieron solo tres
universitarios, pero en ellos nuestro Padre vio el germen de los tantos miles
de jóvenes que hoy acuden a los medios de formación cristiana que ofrece el
Opus Dei en todo el mundo. Aquel año lectivo, hasta que finalizó en mayo, se
reunieron casi todos los miércoles. El grupo creció hasta girar alrededor de
nueve asistentes. Su último encuentro fue el 17 de mayo[7].
Ese día –con la idea de que mantuvieran su trato con Dios también durante el
verano– san Josemaría regaló, a cada uno, una estampa de Cristo crucificado,
apoyado sobre la bola del mundo; el compromiso era que rezaran todos los días
lo que el joven sacerdote había dejado escrito al reverso. Lo cuenta él
mismo: Al despedir a los de San Rafael, les regalé una estampa del Amor
Misericordioso, en la que escribí las siguientes invocaciones que los muchachos
se comprometieron a recitar cada día: Santa María, Esperanza nuestra, Asiento
de la sabiduría, ruega por nosotros. San Rafael, ruega por nosotros. San Juan,
ruega por nosotros[8].
Láminas y
caminatas
Dos días antes,
el 15 de mayo de 1933, un pequeño grupo de niños, a quienes nuestro Padre
preparó los meses previos, había recibido la primera Comunión[9].
Nunca, desde sus años de seminarista en Zaragoza, había abandonado la tarea de
comunicar la doctrina cristiana a los más pequeños: en barrios pobres, en
escuelas, en instituciones religiosas e incluso –como este caso– en casas
particulares. Y animaba a todos los jóvenes que conocía –incluso durante
tiempos políticamente complicados– a que hicieran lo mismo, ya que transmitir
lo esencial de la fe cristiana siempre ha requerido un esfuerzo tanto por
comprenderla cada vez mejor, como por conocer a fondo la situación de las otras
personas. Por ejemplo, a la casa de los Sevilla González, san Josemaría
procuraba llevar láminas que explicasen el sentido de los mandamientos o el
origen de los sacramentos, contaba relatos sobre la vida de Jesús, echaba mano
de sucesos de su propia vida, etc[10].
No se limitaba a la exposición sistemática de un conjunto de ideas, sino que
partía de los intereses y dudas de quienes le escuchaban.
Lo mismo
cuentan quienes habían sido sus alumnos en la Academia Cicuéndez durante
aquellos primeros años que vivió san Josemaría en Madrid. Allí, para ganar algo
de dinero, impartía clases de derecho canónico y de derecho romano durante las
tardes. Asistían alrededor de diez personas por curso. Al terminar la jornada,
el joven sacerdote se quedaba, a propósito, más tiempo en el aula, lo que daba
lugar a que se generasen animadas tertulias con sus alumnos[11].
Cada uno iba exponiendo sus incertidumbres, no solo sobre lo aprendido en
clase, sino sobre la vida en general. Algunos recuerdan que, mientras caía la
tarde, frecuentemente acompañaban a san Josemaría hasta su casa, en largas
caminatas en las que los jóvenes eran quienes escogían el tema de conversación.
¡Esto sí!
El 2 de
diciembre de 1931, san Josemaría hace una anotación en sus apuntes personales
con referencia a aquellas clases que impartía. Concluye que, aunque tiene que
hacerlo por necesidad económica, no se siente satisfecho solo con dar las
lecciones. Siente la necesidad de mirar más allá: de ser santo mientras las
imparte. Y, sobre todo, siente el impulso de invitar a los demás para que
también lo sean. Nuestro Padre tenía veintinueve años. Sus alumnos, unos pocos
menos. Dice así: Enseñar de todo: desde derecho hasta… ¡álgebra!, porque, si no, no se
come… Esto, que ha sido, a veces, la realidad de mi vida: no lo siento yo: no
tengo para esto vocación. Ahora: enseñar una, dos… tres ramas del Derecho a
jóvenes que quieren aprender, y a quienes se puede encender, de paso, el fuego
de Cristo… Esto sí: esto lo siento yo: para esto, tengo vocación[12].
San Josemaría,
aquel entonces, tenía solo sueños. Incluso, cuando tenía poco más de veinte
años, algunos que veían sus ilusiones grandes le llamaban el soñador[13].
Pero tuvo la fuerza de ponerse a disposición del Señor para llevarlos a cabo.
Lo mismo a lo que el papa Francisco invitaba a unos 70 mil jóvenes italianos el
pasado mes de agosto. La cita era en el Coliseo Romano, hasta donde habían
llegado desde muchas diócesis, dos meses antes del Sínodo sobre los jóvenes.
Decía: Este es el trabajo que ustedes deben hacer: transformar los
sueños de hoy en la realidad del futuro; para esto deben tener coraje[14].
Terminaba diciendo: Los sueños de los jóvenes son los más importantes
de todos. Un joven que no sabe soñar es un joven anestesiado; no podrá entender
la fuerza de la vida. Los sueños te despiertan, te llevan más allá, son las
estrellas más luminosas, aquellas que indican un camino distinto para la
humanidad[15].
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[6] José Luis
González Gullón, DYA: la Academia y Residencia en la historia del Opus
Dei, Rialp, p. 68.
[10] Cfr. José
Luis González Gullón, DYA: la Academia y Residencia en la historia del
Opus Dei, Rialp, p. 81.
[12] Apuntes
íntimos, n. 441, 2-XII-1931, en Pedro Rodríguez, Camino, edición
crítico-histórica, Rialp, p. 901.
Opus Dei, Vigo