MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PARA LA 53 JORNADA MUNDIAL
DE LAS COMUNICACIONES SOCIALES
De las comunidades en las redes sociales a la comunidad humana
»
Queridos hermanos y hermanas:
Desde que internet ha estado
disponible, la Iglesia siempre ha intentado promover su uso al servicio del
encuentro entre las personas y de la solidaridad entre todos. Con este Mensaje,
quisiera invitarles una vez más a reflexionar sobre el fundamento y la
importancia de nuestro estar-en-relación; y a redescubrir, en la vastedad de
los desafíos del contexto comunicativo actual, el deseo del hombre que no
quiere permanecer en su propia soledad.
Las metáforas de la “red” y de la “comunidad”
El ambiente mediático es hoy tan
omnipresente que resulta muy difícil distinguirlo de la esfera de la vida
cotidiana. La red es un recurso de nuestro tiempo. Constituye una fuente de
conocimientos y de relaciones hasta hace poco inimaginable. Sin embargo, a
causa de las profundas transformaciones que la tecnología ha impreso en las
lógicas de producción, circulación y disfrute de los contenidos, numerosos
expertos han subrayado los riesgos que amenazan la búsqueda y la posibilidad de
compartir una información auténtica a escala global. Internet representa una
posibilidad extraordinaria de acceso al saber; pero también es cierto que se ha
manifestado como uno de los lugares más expuestos a la desinformación y a la
distorsión consciente y planificada de los hechos y de las relaciones
interpersonales, que a menudo asumen la forma del descrédito.
Hay que reconocer que, por un lado,
las redes sociales sirven para que estemos más en contacto, nos encontremos y
ayudemos los unos a los otros; pero por otro, se prestan también a un uso
manipulador de los datos personales con la finalidad de obtener ventajas
políticas y económicas, sin el respeto debido a la persona y a sus derechos.
Entre los más jóvenes, las estadísticas revelan que uno de cada cuatro chicos
se ha visto envuelto en episodios de acoso cibernético[1].
Ante la complejidad de este
escenario, puede ser útil volver a reflexionar sobre la metáfora de la red que
fue propuesta al principio como fundamento de internet, para redescubrir sus
potencialidades positivas. La figura de la red nos invita a reflexionar sobre
la multiplicidad de recorridos y nudos que aseguran su resistencia sin que haya
un centro, una estructura de tipo jerárquico, una organización de tipo
vertical. La red funciona gracias a la coparticipación de todos los elementos.
La metáfora de la red, trasladada a
la dimensión antropológica, nos recuerda otra figura llena de significados:
la comunidad. Cuanto más cohesionada y solidaria es una comunidad,
cuanto más está animada por sentimientos de confianza y persigue objetivos
compartidos, mayor es su fuerza. La comunidad como red solidaria precisa de la
escucha recíproca y del diálogo basado en el uso responsable del lenguaje.
Es evidente que, en el escenario
actual, la social network community no es automáticamente
sinónimo de comunidad. En el mejor de los casos, las comunidades de las redes
sociales consiguen dar prueba de cohesión y solidaridad; pero a menudo se
quedan solamente en agregaciones de individuos que se agrupan en torno a
intereses o temas caracterizados por vínculos débiles. Además, la identidad en
las redes sociales se basa demasiadas veces en la contraposición frente al
otro, frente al que no pertenece al grupo: este se define a partir de lo que
divide en lugar de lo que une, dejando espacio a la sospecha y a la explosión
de todo tipo de prejuicios (étnicos, sexuales, religiosos y otros). Esta
tendencia alimenta grupos que excluyen la heterogeneidad, que favorecen,
también en el ambiente digital, un individualismo desenfrenado, terminando a
veces por fomentar espirales de odio. Lo que debería ser una ventana abierta al
mundo se convierte así en un escaparate en el que exhibir el propio narcisismo.
La red constituye una ocasión para
favorecer el encuentro con los demás, pero puede también potenciar nuestro
autoaislamiento, como una telaraña que atrapa. Los jóvenes son los más
expuestos a la ilusión de pensar que las redes sociales satisfacen
completamente en el plano relacional; se llega así al peligroso fenómeno de los
jóvenes que se convierten en “ermitaños sociales”, con el consiguiente riesgo
de apartarse completamente de la sociedad. Esta dramática dinámica pone de
manifiesto un grave desgarro en el tejido relacional de la sociedad, una
laceración que no podemos ignorar.
Esta realidad multiforme e insidiosa
plantea diversas cuestiones de carácter ético, social, jurídico, político y
económico; e interpela también a la Iglesia. Mientras los gobiernos buscan vías
de reglamentación legal para salvar la visión original de una red libre,
abierta y segura, todos tenemos la posibilidad y la responsabilidad de
favorecer su uso positivo.
Está claro que no basta con multiplicar
las conexiones para que aumente la comprensión recíproca. ¿Cómo reencontrar la
verdadera identidad comunitaria siendo conscientes de la responsabilidad que
tenemos unos con otros también en la red?
“Somos miembros unos de otros”
Se puede esbozar una posible
respuesta a partir de una tercera metáfora, la del cuerpo y los
miembros, que san Pablo usa para hablar de la relación de reciprocidad
entre las personas, fundada en un organismo que las une. «Por lo tanto, dejaos
de mentiras, y hable cada uno con verdad a su prójimo, que somos miembros unos
de otros» (Ef 4,25). El ser miembros unos de otros es
la motivación profunda con la que el Apóstol exhorta a abandonar la mentira y a
decir la verdad: la obligación de custodiar la verdad nace de la exigencia de
no desmentir la recíproca relación de comunión. De hecho, la verdad se revela
en la comunión. En cambio, la mentira es el rechazo egoísta del reconocimiento
de la propia pertenencia al cuerpo; es el no querer donarse a los demás,
perdiendo así la única vía para encontrarse a uno mismo.
La metáfora del cuerpo y los
miembros nos lleva a reflexionar sobre nuestra identidad, que está fundada en
la comunión y la alteridad. Como cristianos, todos nos reconocemos miembros del
único cuerpo del que Cristo es la cabeza. Esto nos ayuda a ver a las personas
no como competidores potenciales, sino a considerar incluso a los enemigos como
personas. Ya no hay necesidad del adversario para autodefinirse, porque la
mirada de inclusión que aprendemos de Cristo nos hace descubrir la alteridad de
un modo nuevo, como parte integrante y condición de la relación y de la
proximidad.
Esta capacidad de comprensión y de
comunicación entre las personas humanas tiene su fundamento en la comunión de
amor entre las Personas divinas. Dios no es soledad, sino comunión; es amor, y,
por ello, comunicación, porque el amor siempre comunica, es más, se comunica a
sí mismo para encontrar al otro. Para comunicar con nosotros y para comunicarse
a nosotros, Dios se adapta a nuestro lenguaje, estableciendo en la historia un
verdadero diálogo con la humanidad (cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, 2).
En virtud de nuestro ser creados a
imagen y semejanza de Dios, que es comunión y comunicación-de-sí, llevamos
siempre en el corazón la nostalgia de vivir en comunión, de pertenecer a una
comunidad. «Nada es tan específico de nuestra naturaleza –afirma san Basilio–
como el entrar en relación unos con otros, el tener necesidad unos de otros»[2].
El contexto actual nos llama a todos
a invertir en las relaciones, a afirmar también en la red y mediante la red el
carácter interpersonal de nuestra humanidad. Los cristianos estamos llamados
con mayor razón, a manifestar esa comunión que define nuestra identidad de
creyentes. Efectivamente, la fe misma es una relación, un encuentro; y mediante
el impulso del amor de Dios podemos comunicar, acoger, comprender y
corresponder al don del otro.
La comunión a imagen de la Trinidad
es lo que distingue precisamente la persona del individuo. De la fe en un Dios
que es Trinidad se sigue que para ser yo mismo necesito al otro. Soy
verdaderamente humano, verdaderamente personal, solamente si me relaciono con
los demás. El término persona, de hecho, denota al ser humano como ‘rostro’
dirigido hacia el otro, que interactúa con los demás. Nuestra vida crece en
humanidad al pasar del carácter individual al personal. El auténtico camino de
humanización va desde el individuo que percibe al otro como rival, hasta la persona
que lo reconoce como compañero de viaje.
Del “like” al “amén”
La imagen del cuerpo y de los
miembros nos recuerda que el uso de las redes sociales es complementario al
encuentro en carne y hueso, que se da a través del cuerpo, el corazón, los
ojos, la mirada, la respiración del otro. Si se usa la red como prolongación o
como espera de ese encuentro, entonces no se traiciona a sí misma y sigue
siendo un recurso para la comunión. Si una familia usa la red para estar más
conectada y luego se encuentra en la mesa y se mira a los ojos, entonces es un
recurso. Si una comunidad eclesial coordina sus actividades a través de la red,
para luego celebrar la Eucaristía juntos, entonces es un recurso. Si la red me
proporciona la ocasión para acercarme a historias y experiencias de belleza o
de sufrimiento físicamente lejanas de mí, para rezar juntos y buscar juntos el
bien en el redescubrimiento de lo que nos une, entonces es un recurso.
Podemos pasar así del diagnóstico al
tratamiento: abriendo el camino al diálogo, al encuentro, a la sonrisa, a la
caricia... Esta es la red que queremos. Una red hecha no para atrapar, sino
para liberar, para custodiar una comunión de personas libres. La Iglesia misma
es una red tejida por la comunión eucarística, en la que la unión no se funda
sobre los “like” sino sobre la verdad, sobre el “amén” con
el que cada uno se adhiere al Cuerpo de Cristo acogiendo a los demás.
Vaticano, 24 de enero de 2019, fiesta de san Francisco
de Sales.
Franciscus
[1] Para reaccionar ante este
fenómeno, se instituirá un Observador internacional sobre
el acoso cibernético con sede en el Vaticano.
[2] Regole ampie, III,
1: PG 31, 917; cf. Benedicto XVI, Mensaje para la 43 Jornada Mundial
de las Comunicaciones Sociales(2009).
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